Memoria y presente
- Julio Belloni
- 14 jun 2016
- 3 Min. de lectura

Al cumplirse 40 años del último y más violento golpe cívico-militar que nuestro país ha vivido en su historia desde Casus Belli hemos decidido realizar una mención, que no sólo nos parece importante como conmemoración de esta trágica fecha sino también, y más importante aún, como reflexión y punto de partida obligado para analizar, cuáles son las heridas que aún permanecen abiertas en nuestra sociedad y cuánto se ha aprendido de este trágico capítulo.
Mucho se ha escrito acerca de este suceso, las violaciones a los derechos humanos, el terror infundido por un gobierno ilegítimo, que utilizó las prácticas más deshumanas posibles para humillar, amedrentar y estigmatizar a todo aquel que se manifestaba, que ayudaba en una villa, o que simplemente militaba en una agrupación política universitaria.Un concepto muy utilizado en ese momento, que permitió a los jerarcas militares legitimarse en el gobierno, fue la idea de que la Argentina se encontraba en medio de una guerra civil y, que en base al designio del último defensor de la patria, los líderes castrenses debían intervenir para eliminar al subversivo y restaurar la normalidad en la Nación. La lucha contra la subversión, como se la denominó, llevó a la desaparición de 30.000 personas, estudiantes, pibes, pibas, mamás, papás, amores, vacaciones con amigos, y no sólo eso, también hizo desaparecer importantes lazos sociales como la solidaridad con el prójimo, el interés por su bienestar, la confianza, etcétera. Lamentablemente a más de 40 años, algunas de estas cuestiones siguen latentes y lastiman, y abren cada día, una herida difícil de subsanar. Un gran y triste legado fue el denominado “algo habrán hecho” o el “dejá, no te metas”. No sólo estas frases se continúan repitiendo hoy en día, suelen ser acompañadas con la idea de que “la izquierda es la guerrilla”, “la militancia es de los vagos, que no quieren trabajar” o que “las manifestaciones y marchas del ‘pueblo’ son un rejunte de negros”.
Sin embargo, me gustaría hacer hincapié en las dos primeras frases del párrafo anterior, frases cotidianas y que muchos hemos enfrentado. No es inusual ver como un policía detiene, sin motivo aparente, a un muchacho con gorrita, moto y tez oscura. Tampoco es inusual la idea, que tienen aquellos que observan esta situación, de que seguramente ese negro algo hizo. Muy pocos se animarán a preguntarle al oficial porqué decide llevárselo a la comisaria “por averiguación de antecedentes” y serán muchos más los que, felices, creerán que hay un “chorro” menos dando vuelta. De esta manera, en democracia, en la esquina de nuestras casas, lejos de toda guerra civil contra la subversión, desaparecieron, Luciano Arruga, Franco Casco y muchos otros. Ni hablar de aquellas mujeres víctimas de violaciones y muchas veces asesinadas, que terminaron siendo culpables por ser mujeres, jóvenes y vestirse “provocativamente”. Por el lugar de nacimiento, haber dejado la escuela, por ser humilde y no tener un Estado presente que la proteja, la vida de Melina Romero no valía lo mismo que alguna otra joven de elevado status social, que estudiaba, que concurría a algún club. Sencillamente, en la calle se escuchaba que la habían matado por andar en algo raro, con mala junta.
La crudeza y el odio con que se rigen nuestras relaciones sociales en la Argentina actual, parecen ser un cruel desenlace de una película de terror. Una película que hace 40 años encontró su máxima expresión cuando un gobierno prometió llevar a la normalidad a nuestro país, eliminando todo aquel que moleste y que no se acople a las instituciones y sus reglas. “La justicia” realizada en ese momento, con esos 30.000 pibes, vive en cada barrio y en cada esquina de nuestro país, sólo es cuestión de sentarse y observar, ver a los patrulleros, a la conocida “maldita bonaerense” matar a los chicos, que nacieron en un lugar sin nada, pero que son culpables de ser pobres, culpables de no haber ido a la escuela y culpables de morir, por los golpes en la comisaría, por las balas de los tranzas (si es que éstos son diferentes) o por decir “No me violes”.
El “Nunca más” lejos de ser una frase que manifestó el desprecio de un pueblo al último golpe de Estado fue y debe seguir siendo un nunca más a la estigmatización, al egoísmo, a la frialdad y el desprecio frente al sufrimiento del prójimo. Debe ser un grito, una protesta, ante la negligencia, ante la violencia institucional, ante los poderosos que oprimen, una construcción día a día en los barrios, en la memoria de los jóvenes para reconocer lo que pasó, para que no
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