Salón de espejos
- KT
- 14 jun 2016
- 5 Min. de lectura

Un día, un día terminará este mundo loco
y nuestro Dios recobrará las cosas que nos prestó,
y si, en ese día triste, quieres regañar a nuestro Dios,
date el gusto. Él sólo sonreirá cabeceando.
Cuna de gato – Kurt Vonnegut
Haciendo abstracción de las formas que adornan sus páginas, se percibe la recurrencia de la Historia. El dato perenne de la historia humana es que las ideologías, los principios, las instituciones sintetizadas en la mente de los hombres buscan regar las geografías circundantes con alcance sólo definido por los medios disponibles en cada época. La fenomenología histórica (densa, sofisticada, cautivadora, pintoresca) se destiñe en una gradación de grises y exhibe la clave alojada en las entrañas de las motivaciones conductuales (individuales y colectivas): la voluntad de vivir; de vivir los hombres, de vivir los pueblos, de vivir las civilizaciones, de vivir los Estados, de vivir los privilegios.
La lógica que encadena los pensamientos asociados a esta idea-fuerza asume que la propia existencia se afirma conforme se eliminan potenciales rivales y/o se apropian recursos y medios de vida que hasta entonces servían a la causa de una alteridad. En la naturaleza del hombre abreva la inclinación conquistadora, una conducta sublimada por el entendimiento con el objeto de encausar juiciosamente el más animal de los instintos: el de supervivencia (que, expresado de otro modo, se define como temor a la destrucción personal)[1].
La ciencia que adopta por objeto de estudio las relaciones humanas que se despliegan (o impactan de algún modo) en el ámbito internacional es hija de una necesidad social (por lo demás, geográfica e históricamente identificable). Sus inquietudes, interrogantes y desarrollos están al servicio de la estrategia de aquellos actores que, por su estatus, están dotados de recursos que le permiten integrar e intervenir en el sistema internacional.
Una de las opciones estratégicas que debe hacer cada actor internacional ante hechos o coyunturas que se suceden en el curso histórico es la de pronunciarse abiertamente en nombre de los propios intereses o (en cambio) recurrir a sujetos interpuestos para mover los mecanismos que puedan arrimar la concreción de los intereses que todo actor busca promover con su participación en el sistema internacional: así, las corporaciones multinacionales suelen hablar por boca de los Estados nacionales, las grandes potencias por boca de los organismos multilaterales o de las potencias menores, etcétera. Porque, en definitiva, por egoístas o espurias que sean las motivaciones, la diplomacia enseña el decoro y el culto a las formas que agradan al paladar de una opinión pública globalizada. Existen, desgraciadamente, sobrados ejemplos de lo altamente sugestionable que es el comportamiento de esa opinión a las campañas de demonización que sistemáticamente despliegan las usinas creadoras de enemigos de la civilización occidental y cristiana (que, por otra parte, fue quien por derecho natural y mandato divino tiranizó cuanto estilo de vida encontró a su paso en la marcha colonialista que desató sobre el conjunto del globo terráqueo).
¿Acaso pretendo negar la existencia de relaciones de tipo cooperativo en el orden internacional? De ninguna manera. No obstante, la naturaleza de este tipo de relaciones es la volubilidad, la oportunidad de asociar esfuerzos en la consecución de intereses solidarios (al menos no mutuamente excluyentes) en determinadas áreas de la vida internacional. En otras palabras, la norma es el conflicto y la excepción la cooperación; a más decir, si se razona que los actores que convergen en un bloque de intereses solidarios van a, necesariamente, rivalizar con las aspiraciones que otros bloques o actores individualizados se han fijado para determinados temas de la agenda internacional, la cooperación se sincera como otra modalidad del conflicto.
Entonces, ¿todo da exactamente lo mismo? No, por cierto. Pero la aceleración de la pauta tecnológica y de la velocidad del ciclo de acumulación consolida la distribución estructural del poder internacional y en consecuencia profundiza la inequidad, condición suficiente para la conflictividad social a cualquier nivel de agregación. Es decir, si bien las condiciones de existencia mejoran cualitativamente a través de los siglos (disponibilidad de alimentos, cuidados médicos, Estado de derecho, etcétera), no se corrigen las tendencias de fondo que empujan sistemáticamente (y cada vez más frecuentemente y con mayor riesgo potencial de exterminio masivo) al conflicto internacional.
La misma apreciación se impone si, en cambio, sondeamos la voluntad que los hombres expresan por rectificar el curso estándar de los sucesos. Y uno debe aceptar que, de un tiempo a esta parte, han empezado a circular en la opinión pública y en la agenda de los países preocupaciones relativas a seguridad ambiental, arreglo pacífico/negociado de los conflictos, seguridad alimentaria, contribución a un desarrollo armónico e igualitario de los países del mundo y demás tópicos no menos conmovedores por su humanismo; pero, en más de un modo, esta metamorfosis discursiva no pasa de un espejismo. Los tibios avances ensayados para propiciar la concreción de las metas fijadas a los nuevos temas de la agenda internacional delatan las infranqueables restricciones estructurales con que se estrella la acción de los Estados nacionales[2] . Los funcionarios públicos de los gobiernos del mundo (fuerzas de paz y guerra) son alcahuetes de los mandos corporativos que operan a escala planetaria, tanto si golpean la puerta de otros países como si abren la propia condescendientemente.
Se asume que el estudio de la Historia alecciona a los hombres sobre la experiencia de los ancestros y enseña a reflexionar, en consecuencia, sobre qué elecciones hacer de cara al futuro. Estoy tentado de pensar que se trata de un embrujo y no de un problema de memoria; en cualquier caso, para que nadie se haga ilusiones, nunca va a haber un número suficiente (esto es, definitivo) de guerras. Si eventualmente llegase el día, no quedaría sobre la tierra hombre que pudiese dar testimonio…ni tampoco muchas otras formas de vida.
Es un final digno de un estilo de vida de excesos. La humanidad es un riesgo para sí misma, para el conjunto de las especies que habita el planeta y, potencialmente, para cualquier cuerpo celeste que le ofrezca condiciones de vida adecuadas. En serio, si no se tratase de la Tragedia de las tragedias puede que hasta resulte gracioso (a los ojos de un extraterrestre o a la solemnidad de la galaxia quizás) ver tamaño cúmulo de estupidez en un especie que, para peor, se permite la audacia de la pedantería, la prepotencia y la insensibilidad con pares y no pares.
Y cuando los poderes enquistados del mundo posen sus ojos sobre estas latitudes no será ya dueño de su vida[3] porque, sea el que sea el curso del conflicto que, por supuesto, discurrirá en una dialéctica de ofensivas y resistencias, olvidará a qué sabe la paz (piénsese por ejemplo en los pueblos de Medio Oriente). Pasará usted a integrar alguno de los linajes que trae consigo el combate: los paranoicos, los mutilados o los muertos. Una vez disipado el humo de las detonaciones, lavada la sangre de los caídos y constituido el gobierno de los hombres, las nuevas generaciones recogerán el guante y se prometerán los unos a los otros no volver a cometer las mismas equivocaciones; finalmente llegará la oportunidad en que la memoria colectiva caiga vencida por la amnesia y los hombres vuelvan a tripular las naves de guerra.
[1] Paradójicamente la voluntad de vivir pareciese afirmarse conforme se intensifica la pulsión de muerte.
[2] No es novedad; debajo de las banderías los oprimidos del mundo vociferan consignas cifradas en esperanto.
[3] En rigor de verdad no lo habrá sido en ningún momento pues, por definición, habrá hecho Ud. usufructo de élla conforme permanecía en suspenso la voluntad de sus genuinos propietarios.
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